Cultura

Jun 01, 2020 13:48:45       2509        0

Orwelliana: un intelectual escribe con temor de la opinión de su grupo

Por Víctor Roura

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Hace 70 años, en enero de 1950, murió el escritor George Orwell (Motihari, India, 1903 / Londres, Inglaterra, 1950) a la edad de 46 años. Con el tiempo su nombre se ha ido engrandeciendo.

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George Orwell, seudónimo del británico Eric Arthur Blair, conocido sobre todo por dos de sus libros: Animales de la granja (1945) y 1984 (1949), fue asimismo un sobresaliente ensayista. “Orwell poseía una gran vocación literaria descubierta desde muy temprana edad ?anota Eduardo Rabasa en el prólogo del libro Ensayos escogidos (Sexto Piso Editorial, 2003)?. Escribió su primer poema a los cuatro años, leyó Los viajes de Gulliver a los ocho y pasó el resto de su vida obsesionado con la lectura y con la escritura. Le quedaba claro que vivía en una era esencialmente política y que no había forma de que nada ni nadie permaneciera ajeno a ella, y por supuesto no consideraba que la literatura fuera la excepción”.
      Dicha idea queda manifiestamente clara en su texto “Los escritores y el Leviatán”, uno de los ocho capítulos incluidos en el volumen, cuando asevera que “la invasión de la literatura por la política estaba destinada a suceder. Tenía que ocurrir incluso si el problema especial del totalitarismo nunca hubiera surgido, porque hemos desarrollado una especie de compunción de la que carecían nuestros abuelos, una conciencia de la enorme injusticia y miseria del mundo, y un sentimiento de culpabilidad de que uno debiera hacer algo al respecto, lo cual hace una actitud puramente estética hacia la vida totalmente imposible. Nadie, ahora, podría dedicarse a la literatura tan de lleno como Henry James o Joyce”.

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Confrontado ante la tensión entre el impulso de manifestarse políticamente y el goce estético de la literatura, Orwell “optó por convertirse en el political writer por antonomasia ?dice Rabasa?… incluso sus ensayos sobre temas eminentemente literarios, en los que analiza la obra de Henry Miller, o un virulento ataque de Tolstoi a Shakespeare o el ensayo dedicado a uno de sus escritores favoritos: Jonathan Swift, están plagados de elucidaciones políticas. Este rasgo de la obra orwelliana queda de manifiesto en un comentario de su amigo de toda la vida, el también escritor británico Cyril Connolly, quien, en una reflexión sobre su finado amigo, mostró su apreciación del principal rasgo de George Orwell, el escritor y el hombre: Orwell era un animal político. Reducía todo a la política. No podía sonarse la nariz sin moralizar sobre las condiciones de la industria del pañuelo”.

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En “Los escritores y el Leviatán”, que data de 1948, en efecto Orwell deja asentados, incuestionablemente, demasiados principios insoslayables que aún predominan, y seguirán predominando, en la clase intelectual: “La posición del escritor en una época de control estatal es un tema que ya se ha discutido con amplitud ?dice el autor inglés de origen hindú?, aunque la mayor parte de la evidencia que podría ser relevante no está disponible todavía. Aquí no quiero expresar una opinión a favor o en contra del patrocinio estatal de las artes, sino sólo señalar que el tipo de Estado que nos rige debe depender parcialmente de la atmósfera intelectual prevaleciente”.

      Aquella era una época política, aseveraba Orwell [y se refería en concreto a la década de 1940, al pavoroso periodo de la Segunda Guerra Mundial]: “Guerra, fascismo, campos de concentración, porras de goma, bombas atómicas, etcétera, es en lo que pensamos diariamente y, por lo tanto, en gran medida sobre lo que escribimos, incluso cuando no lo mencionamos abiertamente. No podemos evitarlo ?dice Orwell, orwellianamente?. Cuando estás en un barco que se hunde, tus pensamientos versarán sobre barcos que se hunden. Pero no sólo están nuestros temas reducidos, sino toda nuestra actitud hacia la literatura está coloreada por lealtades que al menos intermitentemente reconocemos como no-literarias. Frecuentemente tengo la sensación de que incluso en las mejores épocas la crítica literaria es fraudulenta, dado que en ausencia de algún estándar aceptado (alguna referencia externa que pueda dar significado de que tal o tal libro es ‘bueno’ o ‘malo’) todo juicio literario consiste en inventar una serie de reglas para justificar una preferencia instintiva. La verdadera reacción de uno hacia un libro, cuando se la tiene, es generalmente ‘me gusta este libro’ o ‘no me gusta este libro’, y lo que sigue es una racionalización. Pero ‘me gusta este libro’ no es, creo, una reacción no-literaria; la reacción no-literaria es: ‘Este libro es de mi bando y por lo tanto tengo que hallar mérito en él’. Por supuesto, cuando uno alaba un libro por motivos políticos uno puede ser emocionalmente sincero, en el sentido de que siente una fuerte aprobación del mismo, pero también sucede frecuentemente que la solidaridad partidista requiere de una franca mentira”.

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Contrariamente a los escritores victorianos, dice Orwell (y es difícil buscar una refutación a sus lúcidas premisas), “tenemos la desventaja de vivir entre ideologías políticas bien definidas y de saber generalmente con una sola mirada qué textos son heréticos. Un intelectual literario moderno vive y escribe en constante temor (no, por cierto, de la opinión pública en el sentido amplio de la palabra, sino de la opinión pública de su propio grupo)”.
      En su ensayo, Orwell, como si estuviera diciéndolo apenas hoy mismo, apuntaba que la ortodoxia dominante, especialmente entre los jóvenes, ha sido el término “izquierda”. Las palabras clave, decía ?y jamás supo que sus ensayos se acoplarían perfectamente bien a lo largo del siguiente medio siglo?, son “progresista”, “democrático” y “revolucionario”, mientras que las etiquetas que uno debería evitar son “burgués”, “reaccionario” y “fascista”. Casi todo el mundo hoy en día, “incluyendo a la mayoría de los católicos y conservadores, es ‘progresista’, o al menos desea ser así considerado. Nadie, que yo sepa, se describe a sí mismo como ‘burgués’, del mismo modo que nadie que sea suficientemente leído para haber oído la palabra admite jamás ser culpable de antisemitismo. Somos todos buenos demócratas, antifascistas, antiimperialistas, despreciamos las distinciones de clase, somos inmunes al prejuicio racial, etcétera”.

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Bueno, ¿entonces qué?, se pregunta George Orwell, ¿debemos concluir que, debido a esa idea civilizadamente correcta de las lealtades y las coerciones silenciosas, es deber de todo escritor “no meterse en la política”?
      ¡Ciertamente no!, se responde acaloradamente a sí mismo, “en cualquier caso ninguna persona pensante puede no meterse en política en una época como ésta”. [De nuevo, Orwell se refiere, y hay que recordar que dicho ensayo fue escrito en 1948, a ese periodo infame del nazismo.] Sólo sugiere que se debe “trazar una división más clara entre nuestras lealtades literarias y nuestras lealtades políticas, y reconocer que la voluntad de hacer ciertas cosas desagradables pero necesarias no trae consigo la obligación de tragarse las creencias que suelen ir con éstas. Cuando un escritor se involucra en la política debe hacerlo como un ciudadano, como un ser humano, pero no como escritor. No creo que por sus sensibilidades tenga derecho a librarse del trabajo sucio cotidiano de la política. Tanto como cualquier otro debe estar listo para dar discursos en salas con corrientes de aire, para pintar el pavimento, para distribuir panfletos e incluso para pelear en ciertas guerras si es necesario. Pero haga lo que haga por servir a su partido, nunca debe de escribir para éste”.

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El literato, según Orwell, debe dejar claro que escribir es una cosa aparte. “Y debe ser capaz de actuar cooperativamente mientras, si así lo decide, rechaza completamente la ideología oficial. Nunca debe dar marcha atrás a un tren de pensamiento porque lo puede llevar a una herejía, y no debe de importarle mucho que su herejía sea olfateada, como probablemente lo será. Probablemente sea incluso un mal signo en un escritor el que no se sospeche que es reaccionario hoy día, de igual manera que lo era si no se sospechaba que tuviera simpatías comunistas hace veinte años”.
      ¿Pero significa todo esto, entonces, que un escritor debería rehusarse no sólo a ser ordenado por jefes políticos sino también negarse a escribir sobre política?, se pregunta orwellianamente de nuevo Orwell para contestarse, una vez más, que ciertamente no: “No hay razón para que no escriba de la manera más crudamente política, si así lo desea. Sólo que debe hacerlo como un individuo, como alguien de afuera, cuando mucho como un guerrillero no bienvenido en los flancos de un ejército regular. Esta actitud es muy compatible con la utilidad política ordinaria. Es razonable, por ejemplo, estar dispuesto a pelear en una guerra porque uno piensa que debe ser ganada y al mismo tiempo rehusarse a escribir propaganda de guerra. A veces, si un escritor es honesto, sus escritos y sus actividades políticas pueden de hecho contradecirse mutuamente. Hay ocasiones en que ello es simplemente indeseable, pero el remedio entonces no es falsificar los propios impulsos, sino permanecer callado”.
      Dice Orwell que sugerir que un escritor creativo en tiempo de conflicto debe dividir su vida en dos compartimentos puede parecer derrotista o frívolo, y, aun así, el escritor británico no veía qué otra cosa podía hacer el escritor en la práctica: “Encerrarse en una torre de marfil es imposible e indeseable. Ceder subjetivamente no a una maquinaria partidista sino a una ideología de grupo es destruirse a sí mismo como escritor. Sentimos este dilema como doloroso porque sentimos la necesidad de involucrarnos en política al tiempo que vemos el asunto sucio y degradante que es. Y la mayoría de nosotros aún tiene la sensación de que toda elección, incluso toda decisión política tomada, es entre el bien y el mal, y que si una cosa es necesaria entonces es correcta. Debemos, creo, deshacernos de esta creencia que corresponde al jardín de niños. En política, uno nunca puede hacer nada excepto juzgar cuál de los males es el menor, y hay ciertas situaciones de las que uno sólo puede escapar actuando como un lunático o como un demonio”.

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La guerra, por ejemplo, puede ser necesaria, “pero ciertamente no es correcta ni cuerda. Incluso unas elecciones generales no son exactamente un espectáculo placentero o edificante. Si debes tomar parte en tales cosas (y creo que en efecto debes, a menos que estés acorazado por la vejez, por la estupidez o por la hipocresía) entonces debes de mantener una parte de ti mismo inviolada”.
      Para las más de las personas, dice Orwell, y razón tiene, “el problema no se presenta en la misma forma porque sus vidas están divididas de entrada. Sólo están realmente vivas en sus horas de ocio, y no hay conexión emocional entre su trabajo y sus actividades políticas. Tampoco se les solicita generalmente que se degraden como trabajadores en nombre de lealtades políticas. Al artista, y especialmente al escritor, se le pide justo eso. De hecho, es lo único que los políticos le piden”.

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George Orwell decía las cosas tal como las pensaba, sin ocultar nada, sin esperar una recompensa ni que una poderosa influencia lo colocara en alguna privilegiada cúpula cultural (su crítica era tan enraizadamente pluralista que a su propio amigo, el también autor inglés Cyril Connolly, lo incluyó con crudeza en uno de sus ensayos sin perder jamás ambos su recia amistad, lo que habla muy bien tanto de Connolly como del propio Orwell).
      En sus “Notas sobre el nacionalismo”, escrito en 1945, ya percibía el ejercicio intelectual como un tácito acomodamiento a los poderes oficiales: “Los comentadores políticos y militares ?dice Orwell?, como los astrólogos, pueden sobrevivir a casi cualquier error, porque sus seguidores más devotos no les piden una apreciación de los hechos sino un estímulo de sus lealtades nacionales. Y los juicios estéticos, especialmente los juicios literarios, se suelen corromper de la misma manera que los políticos”.
      Y es cierto: se piensa en la historia en gran parte en términos puramente nacionalistas: de ahí que cosas tales “como la Inquisición, las torturas de la Star Chamber, las hazañas de los bucaneros ingleses (sir Francis Drake, por ejemplo, que era dado a arrojar prisioneros españoles vivos al mar), el reino del terror, los héroes del motín volando cientos de indios desde los cañones o los soldados de Cromwell tasajeando las caras de las irlandesas con navajas, se vuelven moralmente neutrales o incluso meritorias cuando se siente que se hicieron por una causa ‘justa’.” Si tales hechos, tales atrocidades y barbaries, eran reprensibles, o si habían ocurrido realmente, “se decidía siempre de acuerdo a la predilección política”, sentencia sabia -aunque atroz- mente Orwell.