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[Hace justo una década, en 2010, el poeta Armando González Torres (Ciudad de México, 1964), en su libro La peste, coeditado por El Tucán de Virginia y el Conaculta, ya retrataba los horrores que hoy padecemos a causa de la epidemia mundial. Con lenguaje rudo en diversas ocasiones por las ásperas circunstancias que envuelven a las atroces enfermedades, el poemario desarrolla lentamente el delirio humano. Con su autorización, reproducimos algunos versos de dicho volumen…]
Contemplamos más tarde la herida de la fiebre…
poemas de Armando González Torres
Del origen
Trastornados cruelmente por el vino
nosotros, antes dulces invasores,
infibulamos hembras ajenas,
fraguamos infanticidios infaustos
e insultamos deidades extranjeras.
Pero en la doncella prisionera
que jugamos risueños a las cartas,
en la algazara tersa de su carne,
en su entraña jocunda y virginal
se albergaba ya el contagio punitivo.
Señales
Teníamos cefalalgia en el inicio
hollábamos la sombra en pos de cura
acudieron entonces los presagios
sueños en que vivos y muertos
se mezclaban e imploraban clemencia.
Luego vendrían las pruebas agobiantes
los edemas copando nuestro rostro
las ránulas debajo de la lengua
y, tal vez, lo más triste y doloroso:
la exhalación feroz, el miasma agreste
que desprendían los cuerpos más deseados.
Oración
Cada día, al despertar y descubrir que respirábamos, nos decíamos: “afortunados de nosotros, pobres de nosotros”.
Vislumbre de foras y rizófagos
El murmullo de enfermos impide el sueño
interrumpe un presagio el descanso del inerte
en la calle, una voz tipluda augura el escarmiento:
“puedes robar al prójimo y pedir las alabanzas
puedes ser indigno y estuprar tu propia casta
puedes mentir hasta agotar toda la mentira
de cualquier modo la sanción ha sido pronunciada:
de nuestras propias larvas seremos alimento”.
Paisaje
Prolijidad de los muertos, escasez del llanto.
Nostalgia
Esos días de presagios y nublados horizontes, esas noches de neón y de tormenta, esos días de fétidas inspiraciones y abúlicas exhalaciones, cuando la mente se anegaba distraída en sus vapores y la memoria se perdía abismal en sus neblinas y el espíritu abonaba sus temores y el cuerpo se ofrendaba a sus horrores, aún la enfermedad no vedaba esos placeres. Esos días inconstantes de bulimia, esos días retozantes de fortuna, esos días de soledad irredimible, las largas delectaciones en el olvido reprensible, la ebriedad reiterada y la animosidad punible. Esos días afócidos de lúgubre fastidio, con sus lerdas horas de lascivia lánguida o sus exangües instantes de iluminación y de locura y ese fondo de rencor y de amargura, donde flotaban las cabezas de los viejos y destilaban su sangre los embriones y los pecados más provectos o las más inocentes perversiones mezclaban sus aberrantes proporciones y volvíanse licores ostentosos, emulsiones autofágicas que acuñaban la violencia en nuestros ceños.
La muerte niña
Amiga, cuántas lluvias olisqueaste en la noche,
cuántos vuelos en la oscuridad nos regalaste,
cuántos gestos de azoro, asco o daño sorprendiste
cuando entre la moldura del mundo y lo invisible
mirabas la calamidad e inventabas lo faltante.
Elogio del amor
Reminiscencias de la ventura se husmean en este humilde lecho: donde antes castigo y duelo, olor ahora de semen fecundando las sábanas, aire perfumado con jugos vaginales y deyecciones de gozo. En verdad que estos energúmenos fueron trémulos: desafiaron las prohibiciones, negaron la enfermedad, descubrieron el apego a los ayuntamientos, el vértigo de las caricias, la plenitud de los súbitas revelaciones en las pieles ajenas. De seguro crepitaron sus órganos más sensibles, se plagaron de misterio sus pelambres, aullaron de gratitud sus entrañas miserables, gesticularon mucho tiempo sus hocicos buscando inútilmente la más ínfima, la más humilde de las palabras.
La catarsis
Mientras el fuego consumía los cuerpos
figuras conocidas pululaban
en torno de la hoguera gigantesca.
¡Ah, noche de inolvidable extravío!:
danzaban los muñones y las pústulas
confundíanse caricias y salivas
sin forúnculo indigno para el ósculo
sin ántrax que impidiera intemperancia.
Lesa lascivia envolvía con sus redes
lautos lechos o lábiles jergones
y agónica lujuria compulsiva
revivía a su vez tálamos letárgicos.
No hubo lluvia que apagara aquel celo
extraños incidentes acaecieron:
los niños arrullaban a las fieras
copulaba la turba entre los muertos
inmersos en el lodo y la ceniza
el soberano dormía con la esclava
la plebe exigía un culo de aristócrata
fornicó el padre impúdico a las hijas
y aun la madre cedió al capricho odioso
(el atroz episodio inexplicable
que incitaron los númenes falaces
fue seguido por arcadas de vómito
un sueño lenitivo vino entonces:
grata estancia en el vientre del olvido).
Exhorto
Recordemos el aliento aliterante
no el sórdido temor, ni la resaca.
Reproche
Taís, figuración de demonios seniles, revoltijo de excrementos y maquillajes rancios, oído sólo presto al tintineo de la bisutería y de las monedas de baja denominación, mente esclava de la fórmula, del relato trivial y de la melodía facilota, nariz encarcelada en los perfumes hechizos y en la cocaína más tosca, vagina insaciable ofrendada al pene incircunciso de Satanás: en tu sonrisa falsaria y en la vulgaridad de tus insinuaciones encontramos, ovillados tras los sueños de la adolescencia, los gérmenes del contagio más cruel.
Relato de la benefactora
Era meserita de mi taberna preferida. Ahí pasaba yo tardes interminables bebiendo cerveza e intentando aliviar el aburrimiento de mi prolongada e indolora rutina. Un chiste fácil fue pretexto para disminuir distancias e iniciar un trato amoroso que, contra todas las recomendaciones sanitarias, pronto se convirtió en intimidad sin precauciones. Para ser francos, la convivencia no redimió nuestros días carcomidos, aunque nos dispensase algún ligero paliativo. Ella, por ejemplo, solía conmoverse con el relato de mis desventuras y desesperaba ante mi adversa situación presente; cierto sentido le daba a su sencilla existencia la consolación de un alma desdichada. Yo, por mi parte, experimentaba una atípica indulgencia ante la contemplación de su pobre indumentaria, ante el roce de su aliento afligido y aun ante el cáustico olor de su saliva, seña inicial de un contagio lamentable.
Bravata
Inocentes gracejos
tatuados en el alma
heridas esculpidas
en doloridos miembros
o placeres inscritos
en músculos sutiles
son los pocos vestigios
de eso que consumimos:
la escasa fortaleza
la dote miserable
y la memoria parca.
Contemplamos más tarde
la herida de la fiebre
la calígine inmunda
que nubla nuestros ojos
la evanescente llaga
que afrenta tantos rostros.
Sin nosotros saberlo
fueron esas dolencias
los dioses que adoramos
en formas caprichosas
en cultos insumisos
o en pervertida efigie.
No nos arrepentimos.