Cultura

Jun 04, 2020 13:55:21       3659        0

Fanon: la rebelión de los condenados de la Tierra

Racismo y protestas 

 

Por Mario Bravo Soria

[La tensa situación en Estados Unidos nos da pie para traer a Fanon a estas páginas, un hombre que desde muy temprano en su vida se percató de las injusticias que existen sobre la Tierra; sobre todo miró y combatió contra esa sombra denominada racismo, que en los países existe e impide la convivencia pacífica entre los seres humanos…]

  

Un hombre de combate

Vivió sólo 36 años, pero ese corto tiempo le bastó para dejar una huella en este mundo. Frantz Fanon (1925-1961) nació en Fort-de-France, Martinica, en un Caribe que le quedó estrecho en cuanto a las ideas, reflexiones, acciones e ideologías que asumiría durante su breve vida. Podría decirse que fue un hombre de combate: a los 18 años se enlistó para enfrentar a los nazis que invadieron Francia; desde su profesión como psiquiatra, buscó darle un vuelco a las interpretaciones eurocéntricas de la época acerca de los conflictos psíquicos. Siendo escritor, publicó dos libros que son auténticas bombas de tiempo: quien los abre se encontrará en sus páginas una serie de provocaciones, gritos urgentes, verdades que queman… y se enroló en el Frente de Liberación Nacional de Argelia buscando la transformación de las injustas condiciones de opresión y colonización en África.
      Con sólo 27 años, cuando muchos apenas estamos buscando qué es aquello que deseamos de nuestro paso por esta vida, él publicó un escrito monumental intitulado Piel negra, máscaras blancas (1952). Con ese libro ya le alcanzaba para pasar a la historia, pues en ese texto iluminó argumentos incómodos, susurrados por otros antes que él se atreviera a exponerlos.
      Su escritura es tan enorme en calidad por lo que dice (verdades que queman, insisto), y por cómo lo dijo… a las víctimas históricas les demanda que no sólo lloren y se lamenten, pues también son responsables de su condición de opresión.

 

Una piedra en el zapato

Llama, invita, pide, grita, agita… ¡vaya que agita!, desasosiega, coloca bombas argumentativas que explotan en la cabeza del lector. Ahora o nunca, era urgente modificar el orden de las cosas para Fanon, pues la eternidad no fue una opción.
      En dicho libro expresa que los negros, como él, no solamente son explotados en el plano socioeconómico o dominados en el ámbito sociopolítico, sino también han introyectado los valores de los blancos, esos colonizadores que los humillan. Para vencer al colonizador, Fanon argumenta que primero es necesario desterrarlo de las psiques de los propios colonizados. El negro, dice el médico y psiquiatra, desea acostarse con la mujer del blanco, dormir en la cama del blanco y vivir en su casa. Fanon es una piedra en el zapato, tanto de los opresores como de los oprimidos.
      Piel negra, máscaras blancas ya le habría bastado para quedar en la memoria de la humanidad, pero no le bastó con semejante texto en donde incluso le habla de tú a tú a un titán del siglo XX, uno de los gigantes del pensamiento eurocéntrico, el padre del psicoanálisis: Sigmund Freud.
      Sus 36 años de vida fueron suficientes para que también escribiera una obra más disruptiva que una bomba molotov; quien lea Los condenados de la Tierra (1961) hallará un llamado a involucrarse e indignarse; entre las páginas de ese libro suenan tambores llamando a la guerra, latidos de un corazón desbordado, ideas de un combatiente de la vida que no soporta la hipocresía, las injusticias, las víctimas que se visten de mansas ovejas ni a los verdugos que disfrutan inconscientemente con su quehacer represor.
      Fanon es un incendiario, ¡cuidado!

   

Una imagen: el racismo asfixia

Afortunadamente, Fanon fue olvidado por los teóricos de la academia que han hecho fortunas económicas y de capital cultural al hablar de Marx, Foucault y, recientemente, secuestrando al enorme Antonio Gramsci. A esos intelectuales burgueses que se disfrazan de izquierda pero en sus praxis son más capitalistas que George Soros —aquí no me refiero a auténticos pensadores coherentes, hombres y mujeres, que son éticos entre su pensar y hacer como Raúl Zibechi, Rita Segato, Ramón Grosfoguel, Mario Rufer, Hernán Ouviña y algunos otros más—, no les había interesado Fanon hasta hace menos de una década: he visto, me consta, a intelectuales con modos y formas de ser mezquinos, soberbios y llenos de pedantería, llenarse la boca al hablar en las aulas y los coloquios acerca del psiquiatra caribeño.
      A pesar de ello, Fanon se les escapa y sólo reaparece cuando los dominados de la Tierra toman las calles y protestan contra la opresión racial, como en el caso del asesinato de George Floyd hace pocos días en Estados Unidos.
      La escena circuló en redes sociales, televisión y prensa escrita. Un hombre ha sido derribado y puesto boca abajo, totalmente maniatado. Aunado  a ello, un oficial de policía —Derek Chauvin, hoy ex agente de la policía de Mineápolis, Minesota, Estados Unidos— coloca su rodilla sobre el cuello de George Floyd, que con el hilo de voz que le queda tras estar siendo asfixiado pronuncia una frase que ya se ha convertido en un emblema de las más recientes protestas callejeras en aquel país: No puedo respirar.
      Ante esa tragedia y frente a las protestas en contra de dicha injusticia, cualquiera podría asumir que dichos sucesos ocurren porque Chauvin y Trump son racistas; entonces, la solución es derrocar al presidente estadounidense —o no votarle más en las próximas elecciones— y encarcelar al asesino. Fanon nos advierte que para erradicar el mal del racismo, también es necesario revisar al racista que cada uno lleva por dentro… el virus del racismo ha devenido en una pandemia, con sus bajas lamentables y sus propagadores que se hallan incluso entre las filas de los propios seres humanos racializados.
      A Fanon hay que ayudarlo a salir de las aulas de posgrado y ventilar su obra, que le dé el Sol, pues en las calles donde hoy se protesta es donde hace falta la insoslayable mirada del psiquiatra martiniqués.

 

El racismo en clave fanoniana

A raíz del absurdo y terrible asesinato de George Floyd ocurrido el 25 de mayo de 2020, mucho se ha dicho acerca de que Estados Unidos es un país racista, así como su mismo presidente. Ante casos como el aquí retomado, se convierte en algo obvio asumir que el racismo es la discriminación hacia un ser humano por poseer una piel negra. Así vistas las circunstancias, pareciera muy notorio quiénes son racistas y quiénes no; pero la postura de Fanon nos permite expandir más esa típica visión y entender que el racismo no sólo habita en el vecino país del norte, ni se implementa exclusivamente desde los blancos hacia los negros.
      El racismo explicado desde el autor de Los condenados de la Tierra nos posibilita reflexionar que los mexicanos, por ejemplo, somos altamente racistas… basta recordar lo que esta sociedad ha realizado a diario con los pueblos originarios o incluso con los migrantes centroamericanos. Del racismo nadie se salva, pareciera advertir Fanon.
      En Piel negra, máscaras blancas, nos explica que el racismo no es una discriminación a un ser humano solamente por su color de piel, eso es una interpretación simplona y que anula todas las múltiples afectaciones experimentadas por los sujetos racializados. El racismo es, afirma Fanon,  la inferiorización del Otro al colocarlo en una condición de bestia, salvaje, criatura irracional… un ser carente de humanidad. El racismo, entonces, no implica exclusivamente afirmar que los negros son inferiores por el sólo hecho de ser negros; tal hipótesis se cae si pensamos en alguien como Barack Obama, ex presidente de Estados Unidos, que en su momento fue el hombre más poderoso del mundo.
      El racismo construye inferioridades no sólo a través de la pigmentación de la piel de quien es considerado como diferente y anormal, sino sobre todo a partir de sus tradiciones, creencias, modos de nombrar al mundo desde el lenguaje propio, maneras de producir, amar, odiar, crear arte, relacionarse con la naturaleza y las deidades.
      El racismo, desde una lectura fanoniana, lo que pretende es aplastar culturas y no únicamente discriminar pieles oscuras en comparación con las blancas. Tal como lo expresó el psiquiatra caribeño, uno puede ser racializado y, paralelamente, aplicar una actitud racista hacia otro ser humano. El racializado también racializa… y ahí está uno de los secretos de dicho mecanismo para perdurar sin aparentes posibilidades de ser eliminado.

  

Zona del No-ser

Al impartir un seminario dentro del posgrado en Estudios Latinoamericanos en la Universidad Nacional Autónoma de México, el profesor Ramón Grosfoguel —especialista en la obra fanoniana— nos enseñó en aquel momento que el racismo le asigna una residencia a los sujetos que padecen sus dinámicas y afectaciones. En palabras del pensador martiniqués: “El mundo colonizado es un mundo cortado en dos. La línea divisoria, la frontera está indicada por los cuarteles y las delegaciones de policía. En las colonias, el interlocutor válido e institucional del colonizado, el vocero del colono y del régimen de opresión es el gendarme o el soldado”.
      Para Fanon existen dos mundos, dos trincheras, dos zonas en donde se escenifican los momentos de racialización: “Hay una zona de no-ser, una región extraordinariamente estéril y árida, una rampa esencialmente despojada, desde la que puede nacer un auténtico surgimiento. En la mayoría de los casos, el negro no ha tenido la suerte de hacer esa bajada a los verdaderos Infiernos”.
      Tal como Grosfoguel lo explicó en aquel momento durante un seminario en la UNAM, existe la Zona del ser y la Zona del no-ser; pero el sociólogo puertorriqueño y profesor de la Universidad de Berkeley advierte que no debemos confundir tales cuestiones con lugares geográficos.
      En un mismo país puede existir una zona y la otra, es más, dentro de una misma ciudad. Basta recordar la separación en la Ciudad de México entre una parte pudiente y lujosa en Santa Fe, en comparación con la otra que se halla en el otro extremo, llena de carencias y marginación.
      Otro ejemplo sería el campus de la Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Xochimilco, donde sus verdes y cuidados pastos, su biblioteca, aulas y edificios sin olvidar sus cada vez más atiborrados estacionamientos representan a cierto sector de la ciudadanía que aspira a mantener o acceder —según sea el caso— a un estatus social y económico que, con sus abolladuras y despojos, todavía proporciona la educación universitaria. A un costado de tal campus se halla el Centro de Asistencia e Integración Social (CAIS) Cuemanco, un auténtico botadero de seres humanos que padecen ciertos conflictos psíquicos. Sin salir de la misma alcaldía podemos hallar la zona del ser y del no-ser, pues tales no son geografías sino construcciones identitarias, históricas y subjetivas.
      Podemos explicar así que en la potencia económica y militar mundial conocida como Estados Unidos, se den casos como el del asesinato de George Floyd.

 

Epidermización: amar al opresor

En un mismo país puede habitar un colonizador y un colono, aun cuando dicha sociedad se presuma como democrática y haya dejado, supuestamente, atrás el colonialismo. Es más, en un mismo cuerpo y en una misma psique puede hallarse un colonizador y un colonizado. Hay una partición que sostiene al proceso de racialización, según el militante del FLN argelino: “En los países capitalistas, entre el explotado y el poder se interpone una multitud de profesores de moral, de consejeros, de ‘desorientadores’. En las regiones coloniales, por el contrario, el gendarme y el soldado, por su presencia inmediata, sus intervenciones directas y frecuentes, mantienen el contacto con el colonizado y le aconsejan, a golpes de culata o incendiando sus poblados, que no se mueva. El intermediario del poder utiliza un lenguaje de pura violencia. El intermediario no aligera la opresión, no hace más velado el dominio. Los expone, los manifiesta, con la buena conciencia de las fuerzas del orden. El intermediario lleva la violencia a la casa y al cerebro del colonizado”.
      En el país del sueño americano, ser negro, migrante mexicano o centroamericano, musulmán o identitariamente cualquier otra combinación que se acerque a los parámetros de la negritud, implica que sobre ese cuerpo no se aplicará la Constitución ni el Derecho, sino la fuerza histórica que precede al colonialismo en América, llámese español, portugués o inglés. Y es que tal como lo dijo otro gigante del pensamiento descolonizador, el poeta martiniqués Aimé Césaire (1913-2008), autor del Discurso sobre el colonialismo (1950), al afirmar que el racismo no es algo meramente actual sino se le parece más a un boomerang que se le regresa peligrosamente a las sociedades que, primeramente, lo arrojaron contra pueblos y culturas, pareciera que estamos ante un fenómeno donde se reactualizan modos de deshumanizar a quienes son considerados como inferiores: “Cuando aprieto el botón de mi radio y oigo que en Estados Unidos los negros son linchados digo que nos han mentido: Hitler no ha muerto; cuando enciendo la radio y me entero de que hay judíos insultados, despreciados, o gromizados, digo que nos han mentido: Hitler no ha muerto; cuando, en fin, enciendo la radio y me entero de que en África el trabajo forzado está instituido, legalizado, digo que, verdaderamente, nos han mentido: Hitler no ha muerto”.
        Hitler pareciera vivir no solamente en aquel presidente que enarbola los odios y la xenofobia contra todo aquel que no entra en su estrecha mente; Hitler, nos dicen Fanon y Césaire, habita incluso en quienes viajamos en el Metro de la ciudad, que no somos magnates ni herederos de grandes fortunas, pero inferiorizamos a todo aquel que no encaja en nuestra visión del mundo. Incluso quienes repiten las reflexiones más potentes de Foucault o Freud ?teóricos potentes y disruptivos, sin duda?, o aquellos que se dicen víctimas de un conflicto laboral pero durante años reprodujeron —gustosos— los peores vicios propios del partido que gobernó durante más de 70 años, o ciertas feministas blancas, que luchan contra el patriarcado pero no respetan las (otras) formas de resistir propias de las mujeres zapatistas, por ejemplo, todos esos casos son botones de muestra de aquello que Fanon denominó epidermización, es decir introyectar en la propia piel al dominador, ser como quien nos ha colonizado, aspirar a reproducir precisamente esas acciones que nos dañan.
      Hitler no ha muerto, nos engañaron, exclama Césaire; y es que tanto en ciertos líderes mundiales como en el vecino del piso de arriba pareciera que Hitler vive sin culpas, sin remordimientos… con toda impunidad. El racismo y Hitler no viven solamente en la violencia física contra el negro, indígena, mujer o campesino, sino que alimenta su existencia en los modos en que cualquiera de nosotros significa a esos sujetos. El racismo vive a través del alimento que emana de los prejuicios y estereotipos.
      Fanon nos dibuja atinadamente este mecanismo: “El mundo colonial es un mundo maniqueo. No le basta al colono limitar físicamente, es decir, con ayuda de su policía y de sus gendarmes, el espacio del colonizado. Como para ilustrar el carácter totalitario de la explotación colonial, el colono hace del colonizado una especie de quinta esencia del mal. La sociedad colonizada no sólo se define como una sociedad sin valores. No le basta al colono afirmar que los valores han abandonado o, mejor aún, no han habitado jamás el mundo colonizado. El indígena es declarado impermeable a la ética; ausencia de valores, pero también negación de los valores. Es, nos atrevemos a decirlo, el enemigo de los valores. En este sentido, es el mal absoluto”.

 

Fanon en la frontera con Guatemala

La descolonización es siempre un fenómeno violento, dice el autor de Los condenados de la Tierra. Violento tanto por lo que representa en torno a enfrentar los propios fantasmas que habitan en uno mismo, esos que han tomado posesión de nuestro modo de ver al prójimo; pero también violento porque, como lo han demostrado las protestas antirracistas más recientes en Estados Unidos, el racismo es como una Hidra de Lerna con múltiples rostros, que se puede presentar en la bota de un policía o en las declaraciones de un mandatario que ordena separar a los hijos de sus padres, pues han cometido el grave delito de ser migrantes. A veces, también, ese racismo asume la voz de un presentador de noticias por televisión, que nos pinta de cuerpo entero a salvajes y peligrosos estudiantes de Ayotzinapa que sólo protestaban por mejores condiciones de vida: “A veces ese maniqueísmo llega a los extremos de su lógica y deshumaniza al colonizado. Propiamente hablando, lo animaliza. Y, en realidad, el lenguaje del colono, cuando habla del colonizado, es un lenguaje zoológico. Se alude a los movimientos de reptil de amarillo, a las emanaciones de la ciudad indígena, a las hordas, a la peste, el pulular, el hormigueo, las gesticulaciones. El colono, cuando quiere describir y encontrar la palabra justa, se refiere constantemente al bestiario”.
      Uno pensaría que las anteriores líneas pueden ser útiles para pensar la actual situación de protestas en el vecino país del norte, pero siguiendo el ejemplo de Fanon es menester revisar también lo que ocurre con nosotros mismos, pues el racismo nunca está solamente en el otro, sino que también habita, intensamente o de manera soterrada, en nosotros mismos. Parece idónea esta coyuntura de valientes protestas para repensar nuestro propio vínculo con el racismo.
      El gobierno actual en México tiene la misión de repensar —si es que la denominada Transformación pretende llevarse a fondo y desmontar vicios y errores históricos— cómo reproduce prácticas racistas que pueden pasar simplemente como temas de Seguridad Nacional. Pensemos en cómo nos relacionamos con la imagen del migrante centroamericano y, sin ir más lejos, cómo es que esta sociedad mexicana concibe, trata y se vincula con el sujeto indígena que habita este país. El racismo habita, nos advierte Fanon, incluso en las propias víctimas de dicho mecanismo de inferiorización.
      Si algo nos aporta la breve pero potente obra fanoniana es, precisamente, asumir que para acabar con una problemática tan dañina y violenta como lo es el racismo, es impostergable sí luchar en el espacio público e indignarnos ante cualquier acto que inferiorice al Otro; pero, simultáneamente a ello, es insoslayable aniquilar al racista que todos llevamos dentro. Sólo así se podrá enarbolar con dignidad aquella expresión de Fanon en Piel negra, máscaras blancas, cuando evocó un episodio de racismo que le tocó vivir en carne propia: ”Yo quería simplemente ser un hombre entre otros hombres”.